Un día la navaja, saliendo del mango que le servía de funda, se puso al sol y vio al sol reflejado en ella. Entonces se enorgulleció, dio vueltas a sus pensamientos y se dijo: “¿Volveré a la tienda de la que acabo de salir? De ninguna manera. Los dioses no pueden querer que tanta belleza degenere en usos tan bajos. Sería una locura dedicarme a afeitar las enjabonadas barbas de los labriegos. ¡Qué bajo servicio! ¿ Estoy destinada para un servicio así? Sin duda alguna que no. Me ocultaré en un sitio retirado y allí pasaré mi vida tranquila.”
Después de vivir este estilo de vida algunos meses, saliendo fuera de su funda al aire libre, se dio cuenta de que había adquirido el aspecto de una sierra oxidada y que su superficie no podía reflejar ya el esplendor del sol.
Arrepentida, lloró en vano su irreparable desgracia y se dijo: “¡ Cuanto mejor hubiera sido haberme gastado en manos del barbero que tuvo que privarse de mi exquisita habilidad para cortar! ¿Dónde está ya mi rostro reluciente? El óxido lo ha consumido.”
Reflexión: Lo mismo acontece a esas mentes, que en lugar de ejercitarse y superarse se dan a la pereza, lo mismo que la navaja de afeitar, pierden su agudeza y la herrumbre de la ignorancia les corroe.
Reflexión: Lo mismo acontece a esas mentes, que en lugar de ejercitarse y superarse se dan a la pereza, lo mismo que la navaja de afeitar, pierden su agudeza y la herrumbre de la ignorancia les corroe.
Autor desconocido
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