Dicen que un rico comerciante veneciano en su ruta hacia el lejano Oriente notó le observaban varios hombres y teniendo miedo de ser asaltado en el desierto, pensó depositar su dinero en un lugar seguro. Preguntó por un hombre de confianza que le pudiera guardar su oro y le indicaron la casa de un viejo prestamista. Este aceptó encantado el encargo y el comerciante prosiguió su viaje.
A los pocos meses estaba de nuevo de vuelta y quiso recuperar su dinero. Pero sucedió que el prestamista, hombre muy codicioso, negó que lo tuviera y hasta aseguró que nunca antes había visto a este hombre.
El comerciante buscó el amparo de la justicia, mas los jueces locales creyeron al prestamista, puesto que gozaba de mucho respeto en la ciudad.
Así pues, el viajero, perdida toda esperanza de recuperar lo que era suyo, preparaba su triste regreso a su pais de origen.
Y he aquí que cuando iba por la calle, derrotado y cabizbajo, vio a una mujer que quitaba las piedras del camino.
- ¿Qué haces? - le preguntó
- Estoy quitando las piedras para que ningún caminante se haga daño. Pero dime, ¿te ha sucedido algo malo?
El comerciante le contó su caso y la mujer manifestó:
- Creo que dices la verdad y trataré de ayudarte.
- ¿Cómo podrías hacerlo si ni siquiera los jueces me hicieron justicia?
- Tú no te preocupes y haz lo que te diga. En primer lugar, debes buscar algún hombre de tu tierra que sea de confianza.
- Otro comerciante que viene de mi pais se aloja en mi misma posada.
- Muy bien, mándalo buscar. Y también tienes que comprar diez cofres, pintarlos de oro, llenarlos de guijarros y cerrarlos con candados de plata. Tu amigo y yo alquilaremos a diez porteadores para que carguen los cofres y nos acompañen a casa del prestamista. Cuanto estemos dentro, deberás entrar tú.
Y así se hizo. La mujer, el amigo y diez porteadores entraron en casa del prestamista.
- Señor, dijo la buen mujer, vengo con un rico comerciante que ha de atravesar el desierto y no se atreve a llevar toda la fortuna que tiene en estos diez cofres por temor a los salteadores. Por eso me ha pedido que buscara alguien de confianza que le guardase sus riquezas y he pensado en usted, ya que su honradez es bien conocida por todos los vecinos de esta ciudad y otros comerciantes extranjeros.
Y mientras hablaba, entró el comerciante engañado y se acercó para que todos le viesen. El prestamista palideció: los dos hombres eran paisanos, y si uno le acusaba de haberse quedado con su dinero, el otro jamás le confiaría su fabuloso tesoro. Por ello, se acercó rápido al comerciante engañado, lo abrazó y exclamó fingiendo gran alegría:
- ¡Amigo! Temía que le hubiera pasado algo, ya que tardaba tanto en volver a reclamar su dinero. En seguida mis criados le traerán su oro.
De esta forma el comerciante recuperó su dinero y el prestamista se quedó custodiando diez cofres de piedras.
El que ama el oro no vivirá en justicia, y el que se va tras el dinero, perecerá por conseguirlo.
Autor desconocido
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